ASÍ NOS LLEGABA EL AGUA …

Por Federica Barba

“Cuánto quiere que le pague por llevarme un viaje”. Le preguntaban las personas que la veían cargar agua en botes de veinte litros sujetos a cada extremo de un palo, llamado aguantador, el cual ella cargaba en su espalda, desde el pozo, donde actualmente se ubica la subdelegación de Coyoacán, hasta su casa adquirida y construida a principios de los sesentas. Esta escena ocurría cuando, aún siendo cerro la primera calle de la colonia Ajusco,  no tenía su nombre: “Aztecas”.

Menciona Herminia Vega Martínez, fundadora de su colonia: “A mi no me ha gustado estar esperanzada a lo que mi esposo ganara…Yo quise ayudarle para que no nos faltara, ahora si que, para los frijoles y las tortillas… De mi familia éramos nueve, no nos alcanzaba el dinero, empecé a llevarle a una persona y de ahí veían las demás”

Héctor Bautista

Durante más de medio año llevó con el aguantador el agua entre veredas y pequeños caminos sobre el cerro. “Éramos más mujeres y muchachos de 15 o 16 años los que  acarreábamos el agua, porque los hombres se iban a trabajar”.  

Pedro Meza es vecino de la colonia Santo Domingo y padre de siete niños,  por razones de salud no podía desarrollar ninguna actividad que requiriese de esfuerzo. “No teníamos quien nos acarreara el agua, entonces como no había agua acá había que ir a la colonia Ajusco a los pozos, era como se abastecía el agua… De eso nos nació el comprar un animalito, no quedó más”.

Pedro y el esposo de Herminia compraron un burro cada uno. Ella dice: “Con el burro empecé a acarrear más. En lugar de llevar  dos botes de agua ya llevaba cuatro con el burrito, después empezaron a haber otras personas, hicieron lo mismo, empezaron a comprar animales”. Se inició una nueva labor.

“¡Era pararse para ir a dejar el agua y si era posible todo el santo día para poder ganarme un centavito! ¡Comíamos y a correrle!”. Pedro recordó sus apodos: el señor de los burritos o el metro “porque a veces me juntaba dos o tres burritos y me iba a las cuatro o cinco de la mañana y el despertadero de gente, porque ya ve cómo suenan los botes”.

Héctor Bautista

Y Herminia: “Empezaba desde que mi esposo se iba a trabajar a las siete treinta y hasta como a las doce porque mis hijos iban a la escuela. Yo tenía que venir para arreglarlos, darles de comer y llevarlos a la escuela y en la tarde tenía que ir otra vez por ellos”.

Al burro le cubrían el lomo de cinco a siete costales vacíos de azúcar, colocaban una silla de madera parecida a la que traían los caballos de montar. Con lazos se sujetaban muy bien al cuerpo del animal  y a los costados  se le colocaba un guacal de madera o de hierro. Dentro de éste último se colocaban  dos botes de cada lado. Para llenar los botes arriba del burro lo hacían ya sea a cubetadas de agua o con una manguera.

El agua la acarreaban de Los Reyes,  La Candelaria,  Tlalpan y la Ciénega en Copilco para distribuirla en sus respectivas colonias.

Se pagaban tres cincuenta pesos por los cuatro botes. Y por dos viajes cinco pesos. En aquel momento era muy barato y alcanzaba, recuerda Herminia, “nada más para ayudarme, para la comida o para algo de la escuela de los muchachos”.

Se redujo la clientela cuando entraron las pipas a distribuir el líquido y después de haber instalado las llaves públicas en los ochentas se acabó el trabajo para Pedro, Herminia y otras personas que se involucraron en esta actividad.

En aquel tiempo cuando Pedro andaba con los burritos mucha gente le decía:
- ¡Oiga! ¿Qué usted también ya está vendiendo agua?
Su semblante dibujaba una ingenua sonrisa  y…
- Yo no vendo el agua, yo cobro por el tiempo  que hago en traerla... Pero va a llegar el día de mañana que esa agua se va a vender por litros”.