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SEMBRANDO LA VIDA

Por Adriana Juan

Tiene ochenta años y su rostro refleja optimismo. No escucha bien pues el año pasado se cayó desde el primer piso. Mientras Urbano recobraba el aliento, una de sus nietas se ahogaba en gritos para llamar a su madre. En el Seguro, el médico dijo que su deficiencia era producto de la edad y con este pretexto no se hizo cargo.  Urbano enfrenta su sordera pidiendo que le hablen alto y claro.

Las manos de Urbano son grandes pues desde niño ha tenido que trabajar. A los siete años su padre lo encargó a un amigo para que le enseñara a hablar español. Pero el hombre nunca le dijo una palabra diferente del mixteco y lo obligaba a cuidar animales. El trato que el señor le daba obligó a Urbano a escapar. Sin embargo, nunca regresó con su verdadera familia.

Por su dedicación se ganó la confianza y el aprecio de quienes lo empleaban. Cuando tenía dieciocho años uno de sus patrones lo trajo desde Oaxaca a la Ciudad de México. No sabía leer ni escribir, además hablaba escasamente español.  Se estableció en Coyoacán cerca de la Parroquia de San Juan Bautista y trabajaba haciendo barquillos para helado.

Un par de años después aprendió a leer y escribir en la escuela nocturna con lo que pudo ingresar al ejército. Durante su servicio militar fue comisionado a Guanajuato. Llevaba refrigerios a los campesinos mexicanos que se iban a trabajar a Estados Unidos dentro del Plan Bracero. Al terminar el servicio y verse sin trabajo quiso probar suerte en la tierra de las oportunidades.

 

 

 

 

 

 

Se presentó con los que contrataban campesinos en Guanajuato y le revisaron hasta la dentadura. Viajó tres días en camión y tren a Calexico, un lugar de la frontera donde aglutinaban a miles de paisanos.  Allí eran revisados y fumigados para que pudieran partir a los diferentes estados de la Unión Americana.
En Arkansas andaba agachado a lo largo del campo arrancando las hierbas que crecían alrededor de la cosecha. A penas una gorra lo protegía del sol. El sudor empapaba su playera y la sal la corroía poco a poco hasta romperla. Cuando el sudor se le terminó, cayó desmayado. Un cuidador le puso una pastilla de sal en la boca para que reaccionara. Al volver contempló el sembradío como si éste fuera la vida y la muerte al mismo tiempo.
La tenacidad del sol era equiparable a la de la Migra que andaban por los campos. Siempre cargaba su credencial de trabajador temporal porque frecuentemente se la pedían. Si un día por descuido la hubiera olvidado lo habrían regresado sin la posibilidad de recoger su dinero y sus pertenencias.
Ganaba 50 centavos de dólar por hora trabajada. Ponía su sueldo casi íntegro en el sobre que mandaba a sus padres en Oaxaca. Acompañaba el dinero con una foto en blanco y negro con la siguiente frase escrita: Recuerdo de tu hijo.
Regresó a México para casarse y establecerse en la capital. Pero él y su esposa no tenían donde vivir. Se apropiaron de un lugar en lo que ahora es la colonia Santa Úrsula. Aunque el pedregal se resistió a ser invadido, Urbano participó de las jornadas para hacerlo habitable.
A pesar de su edad y sordera, asiste a  todas las conferencias y protestas que Alianza Braceroproa organiza. Como él,  más de una centena de vecinos de Coyoacán se movilizan para recobrar el monto del seguro que se conformó con los descuentos que les hicieron cuando trabajaban en Estados Unidos.
Las manos de Urbano están marcadas por el trabajo. Del otro lado labraron el campo para que de él naciera el alimento de miles de personas. Aquí  doblegaron al pedregal para dar vida a una colonia. Manos como las de Urbano que siembran vida aquí y allá son orgullosamente coyoacanenses.