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DE ESTELAS Y VOLCANES

Por Elí Sánchez

El pedregal de Coyoacán, un lugar construido sobre piedra negra, de volcán, tiene entre filas un pueblo capaz de caminar seguro sobre sus dominios gracias a la enorme capacidad de adaptación que tiene su gente, a tal grado que los quehaceres cotidianos se han visto reinventados por las circunstancias del terreno. De la misma forma, la actividad artística no ha sido rebasada y encontró en Santa Úrsula el medio para demostrarlo.

Filiberto Ortiz, hijo de Coyoacán, es heredero de una tradición artística compartida por su padre desde el otro lado del Ajusco, el bajorrelieve. Desde su taller ubicado en Santa Úrsula, recuerda con nostalgia cómo hace tiempo el paisaje le permitía ser vivo espectador del mítico esperar del Popocatépetl al Iztaccíhuatl.

Cada mañana, revisa diseños prehispánicos una y otra vez, para descifrar la manera de darles vida en cada una de las obras a concebir, con gubia en mano, talla detalles, las plumas en el traje del caballero águila que, arrodillado, muestra en reverencia su humildad, son dignas del material místico que las forma.

Las piezas engendradas por sus manos son fiel reflejo de su amor por lo prehispánico, de rescatar cada día todo aquello que nos ha formado una identidad como un pueblo lleno de héroes y dioses en los cuales confiar el destino. El trabajo de este artista plástico es un homenaje a la fundación de México, pues se traslada entre sus raíces y en la poesía pura de su paso por el tiempo.

Nacido hace 47 años en la misma casa donde hoy transforma bloques de piedra en hermosas piezas, Filiberto combina técnicas escultóricas para depurar su arte y crear sin ataduras aquello que lo hace feliz, serpientes, jaguares, grecas, águilas y sobre todo volcanes desfilan por sus manos en una sinfonía de imágenes que trascenderán por el hecho de que alguien, alguna vez, se atrevió a mirar el horizonte.